He venido a desdibujar tu imagen. A convencer a mi necio corazón -con excusas- que estarás bien cuando declina la tarde. Que estaré bien lejos de ti. He venido a sustraer mis sueños, en los cuales eres mejor que el más impuro de mis delirios. He venido a aprender a conceptualizarme sin ti.
Porque te miro entre espejos y no alcanzo a discernir quién eres, quién soy yo, y si esto que siento al mirarte sonreír es lo que fuimos. Por eso he venido a trazar nuevas rutas en la memoria, donde sea más fácil asimilar la realidad. Que sea todo tangible y transparente entre las manos, como el agua y la verdad.
He venido a disfrutar lentamente el encanto de que ahora a mí me toque partir. Para aprender a alejarme y enseñarme a rendir ante lo inexorable. Vine a perder la batalla y a convencerme que estaremos lejos, y no habrá más. Que la vida simplemente seguirá.
Sin embargo, te suplico que sepas que no estaré lejos cuanto más me encuentre ausente. He venido a dejar las cosas que te pertenecían para poderte desestructurar. Pero eso no implica que me despoje por completo el alma de aquellas marcas, estrellas, cicatrices que se asoman al pensarte. He venido a reaprender la palabra Libertad.
He venido a tranquilizar el torrente de preguntas que siempre acompañan mis divagaciones diurnas. Porque mientras menos te sienta, aquí cerca, será más fácil recuperar la llave y la escalera y el mar que un día se me perdieron, porque te fuiste.
He sobrevivido. Estoy de pie a pesar de los combates existenciales y múltiples fracasos. Mis letras son recuento de las heridas que cierran. Son una canción a la vida.
Bienvenidos
Bienvenidos a la realidad del mundo irreflexivo, bienvenidos a la orilla del mar nocturno con el que divago continuamente, bienvenidos al eterno nombre, a los sueños, a la luz, al tiempo. Bienvenidos...
viernes, 21 de marzo de 2014
miércoles, 19 de marzo de 2014
Vigésimo Séptimo Recuento
Conforme
pasa el tiempo, uno se da cuenta que cada año que transcurre el motivo de las
celebraciones de vida pasan a ser más que el pastel incendiario y la canción de
feliz cumpleaños que resuena como estacas de luz en la memoria.
Uno
se da cuenta que el motivo para celebrar está tatuado en las manos, en los pies
y en los ojos. Y poco a poco la alegría de romper piñata y compartir con los
amigos de escuela el frenesí de la fiesta se desdibuja como la brisa en la
playa.
Y
sí, uno recuerda las piscinadas que organizó en el patio de su casa, la pinta
de la escuela con guerra de globos incluida o la piñata que atentó contra la
vida de la cumpleañera o el primer viaje pata de perro que inauguraría toda una
vida de espíritu aventurero. Y uno hace el recuento de los momentos que se
sintió miserable, aquellos en que la adrenalina se apoderó del cerebro buceando
al borde de la plataforma continental, de los días en que enmudeció el corazón
a causa del miedo y la cobardía, llegan los sitios vacíos de memorias dolorosas
y los espacios ausentes de personas amadas que ya partieron.
Uno
mira todas estas cosas y se da cuenta que el motivo para celebrar está tatuado
en las manos, en los pies y en los ojos. Entonces parece suceder que se
enciende una estrella y resulta que uno suspira con alivio, puesto que todo ha
tenido un sentido.
Y
al final del día celebramos las jornadas que han trabajado nuestras manos, los
proyectos que emprendimos y ganamos, un tanto más por aquellos en los que
fracasamos. Uno se mira las manos y celebra cuántas cicatrices, las
deformaciones que el tiempo ha marcado en ellas (porque se puede aparentar ser
más joven en el rostro, pero no en las manos que nunca mienten). Uno se mira
las manos y dice: Dios me ha hecho fuerte.
Y
al final del día celebramos lo que han andado nuestros pies. Los kilómetros que
trotamos, anduvimos, condujimos o volamos. Las rutas que se abrieron como
horizontes inexplorados en la memoria. Celebramos que hemos caminado: en
círculos, zigzagueando o derechito, nos hemos movido. Y aunque no haya sido
fácil transitar algunas veredas, reconozco que hubo días donde no se presentó
tropiezo y calzada de paz fue mi senda, también caminé por valles y escalé allá
lejos, donde yo misma creía que era infranqueable (porque se puede aparentar
ser culto, pero nunca podríamos inventar la trama de toda una vida de
experiencias). Uno mira sus pies y las huellas premonitorias y dice: Dios me ha
hecho fuerte.
Y
al final del día celebramos la belleza que han atesorado nuestros ojos. Que
somos partícipes de nuestro entorno bebiendo lentamente sus formas. Que ver el
dolor del mundo se sigue sintiendo como una espina aguda en el corazón y en la
memoria. Y hemos visto amaneceres y atardeceres sin número, cosas –personas,
música, lugares, circunstancias– cuya hermosura nos hizo detener la
respiración, momentos de sombra y contrastes de luz. Uno da gracias porque a
pesar de tanto se puede sostener la vista con la misma esperanza y fe (porque
se puede aprender a mirar firme mientras uno miente, pero nunca abrir grandes y
líquidos un par de ojos tatuados de asombro e inocencia). Uno mira sus ojos y
dice: Dios me ha hecho fuerte.
Conforme
pasa el tiempo, uno se da cuenta que cada año que transcurre se gana más de lo
uno cree perder en las batallas de la vida cotidiana. Y que valió la pena ese
dolor que uno pensó que nunca aguantaría. Y que se puede aprender a ser firme y
a desatar las cadenas. Y que se puede vivir en libertad. Y que es posible
encontrar ese cachito de corazón que le arrancaron las pruebas. Y que al final
del día aquello por lo que peleábamos y suspirábamos encontrar, ya ha sido
hallado.
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