En realidad no sé si esté
preparada para regresar. Tengo miedo. Miedo de enfrentar aquello que dejé
inconcluso. Miedo de mirar los senderos por donde andábamos silenciosamente.
He tratado con todas mis fuerzas
de dominar estos pensamientos, y no deseo marchar de regreso al tiempo y por
fin decirte –o gritarte– tantas cosas que quedaron en el viento suspendidas. Me
siento entre avergonzada y confundida. Cometí tantos errores, y no hubo una
tregua de paz, que me permitiera mirarte a los ojos después de la derrota.
Mi corazón tiembla y se derrite
como agua en mis adentros. El camino se acaba. La decisión parece hoy más que
ineludible. No quiero regresar a donde todo canta tu nombre, me duele tanto
pensar aquellas cosas que creí destruidas. Confieso que pinté de infelicidad,
violencia y dolor aquellos días de sol que me hicieron tan feliz.
Ahora sólo queda la desolación en
ese huequito de ti, en esa herida de luz, en esas letras sin tiempo, y riveras
de sal-azul. Esta tarde de invierno prefiero imaginar que no exististe, pero tu
sombra es tan fuerte que opaca la dicha que con que hoy vivo.
No me quedará más remedio que
buscarte. Y hablar con tu no-yo, de lo que sentiste tú, de lo que viviste tú, de
lo que tu yo-sin-mi ha vivido en esta trayectoria de avenidas y callejones.
Cada día se aproxima más mi regreso a esas tierras, un estallido de mar, una tormenta
de arena, estampida de estrellas y cristales.
Más bien, tengo tanto temor de
una sola cosa: volver a mirar las ventanas vacías.