Mujeres que somos
de espuma y de sueños
de piedra y cristal
señuelos, deseos
Mujeres que somos
canto de abril y silencio
tormenta y lamento
la espada del tiempo
Mujeres que somos
de carne y de fuego
memorias sin dueño
el peligro, las marcas
Mujeres que somos
azul en el cielo
el peso y la esencia
sustancia y sustento
He sobrevivido. Estoy de pie a pesar de los combates existenciales y múltiples fracasos. Mis letras son recuento de las heridas que cierran. Son una canción a la vida.
Bienvenidos
Bienvenidos a la realidad del mundo irreflexivo, bienvenidos a la orilla del mar nocturno con el que divago continuamente, bienvenidos al eterno nombre, a los sueños, a la luz, al tiempo. Bienvenidos...
viernes, 15 de noviembre de 2013
Acaso se mueva el éter
Lanzo una botella al mar. En ella va
contenida un deseo. El deseo de unos labios dulces, un par de ojos de
agua-cristal, una piel de clara luna y sal. Camino lentamente, la veo alejarse,
mar adentro del tiempo y de la melancolía del estar sin palabras. Creo que me
dan ganas de quebrar la tibia quietud con que la veo partir, e ir por ella, y
desatar el deseo aprisionado por el silencio y echarlo a volar. Hablar de él,
nombrarlo. Identificarlo acechando en mis pensamientos nocturnos.
Me detengo. Me digo: ¿Para
qué tanta espera si al final se alejará, sea al mar o al cielo, y nunca más
retornará esta esperanza? ¿Cómo aprisionar en lo concreto aquello que por
naturaleza se define abstracto? ¿Cómo vencer distancias? ¿Será posible que él
entienda que le quiero, cuánto le quiero? Azul. Sólo ecos que cruzan como
espadas mi corazón.
Pero veo la botella en el
mar, en la quietud de la tarde. Botella gris. Arduo silencio contenido. Aprieto
los puños para no sentir el vértigo de la desesperación. El mar es una
fortaleza sin puertas. Y me quedo ahí, infranqueable. Delante el sol. Atrás la
selva oscura. Parece que no queda más que retroceder, y como frecuentemente me
acontece, dejar que florezca un poco de tiempo de por medio, para olvidar ese
embriagante fulgor de la pasión de un deseo muerto.
Gaviotas mensajeras, allá
arriba. Tengo avidez de hacer mi cama sobre la suave arena, y quedarme a
platicar con cada una de las estrellas. O tal vez escribir en el mar la consistencia
azul de estos días. Acaso se mueva el éter. Contarles de él, de mis secretas
aventuras con su nombre, de mis anhelos de estrechar su mano, o divagar en su cuello
–frágil momento de azar-; tal vez alguien logre comprender la dulzura de su
oscuridad palpitante, del delirio de verle sonreír, de mis sueños de
aprisionarlo, constantes sueños.
Pero a estas alturas la
noche es un misterio apenas revelado; como él, destello apenas floreciente de
algo inusitado en mis adentros. Terremoto conceptual. Frío de agosto en mis
distantes puertas. Me siento como quien está enfrente a un camino que no sabe a
dónde va. Como la primera vez que me permití sentir a profundidad la
existencia.
El mar me recuerda mis
vuelos transoceánicos. Parece que soy feliz mientras sopla el viento. Tarareo
una canción que no recordaba. Me parece que el cielo de la noche lleva dentro otro
mar profundo. Tal vez allá arriba permanezca contenida una botella gris,
perdida en constelaciones siderales, vagando por los siglos con un deseo a
cuestas. Me da esperanza que pueda escuchar en el firmamento una canción que
aprisiona su voz, ante mi ausencia de palabras.
El mar azul es un cristal
detenido en la indeleble marca del tiempo. Sobre su lisa faz de terciopelo
reflejo-turquesa-oscuro hay un camino de blanca luz. Qué bella es la luna en
las noches tibias. Qué bello es el mar celestial, sabiendo que entre alguna de
sus olas misteriosas ha quedado guardado un secreto. Una botella gris. Un
deseo. Su nombre. El silencio. Acaso se mueva el éter.
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