Bienvenidos

Bienvenidos a la realidad del mundo irreflexivo, bienvenidos a la orilla del mar nocturno con el que divago continuamente, bienvenidos al eterno nombre, a los sueños, a la luz, al tiempo. Bienvenidos...

miércoles, 30 de julio de 2014

Caminos y aves

Para Leonardo

Se llamaba Cristian. Todo él era la encarnación de la más bella rosa. En ese tiempo yo tenía 16 y mi ser era más bien algo salvaje, un grito de guerra, la palabra cuestionadora, un desafío. Él era un poema y su voz agradaba a los oyentes tanto como el trino de las aves a los amaneceres. La última vez que lo recuerdo estaba detrás de los muros del teatro, las paredes de piedra blanca acentuaban con más energía sus ojos verde olivo y su sonrisa. Él se acercó despacio y me dio un beso en la frente. Sólo murmuró “te quiero”. Yo guardé silencio, porque me había prometido a mí misma nunca usar esa palabra hasta estar completamente segura de entender los límites, la profundidad y la anchura de ese sentimiento. Allá lejos el mar cantaba. Era un jueves, día de clases de teatro.

Después todo pasó muy rápido. La noticia de su secuestro, un cuerpo en medio de algún camino, un funeral con rosas blancas, el vacío. Las clases a las que no regresé, para no vulnerar el recuerdo de unos ojos en los que hallé la profundidad de la oquedad marina. Sólo en el trance entendí los límites, la profundidad y la anchura de un sentimiento tan bivalente como inexplicable. Pero me prometí a mí misma nunca guardar en el silencio ninguna palabra que emergiera con fuerza de mis adentros.

Entonces comencé a escribir a todas horas, a todas las palabras, a cada sentimiento. Fue en ese entonces que se abrió mi vida a la poesía y todos los poemas eran mis poemas; y quedó develado ante mí el misterio de las piedras que nadie mira y descubrí la canción que se ocultaba en el mar y en las batallas cotidianas. Las palabras me abrieron caminos, en su libertad tenía la sensación de las aves que no temen transgredir fronteras ni cruzar tormentas en el mar atlántico.

En ese entonces mi vida aún tenía el sello de una fuente no develada. Todo era sencillo, el sentido de las cosas era diáfano y elemental como que al día siguiente todos esperábamos que amaneciera. Después todo pasó muy rápido. Las heridas, rencores, traiciones y mentiras, cada una de ellas como agudas cicatrices. Olvidé las canciones a través de las cuales tarareaba el sentido de las cosas y me alejé del mar.

Entonces elaboré constructos que acabaron siendo fortalezas infranqueables. Dejé de escribir y por lo tanto de encontrar en los ojos de las personas y en la risa de los niños la poesía. Después todo fue mucho más rápido. La escuela, el trabajo, las responsabilidades de la vida. Voluntariamente me entregaba al desgaste cotidiano y luchaba por llegar al fin del día sin fuerzas; quizá con la esperanza de aniquilar esa tentativa de abrir caminos y echar a volar aves que enfrentaran mis más oscuros huracanes. Me había prometido a mí misma nunca volver a escribir hasta de-construir los límites, la profundidad y la anchura de un beso en la frente y el suave murmullo de un te quiero a la coda de la vida.

Pero algo sucedió. Se llama Leonardo. Todo él fue para mí un regresar a la esperanza. En ese tiempo yo tenía 26 y mi ser seguía siendo más bien salvaje, un grito de guerra, la palabra cuestionadora, un desafío. Él compartió la ternura con la que se construyen puentes que franquean la guerra y banderas de paz en los caminos. En su franqueza hallé el refugio de las aves que se habían perdido y la brújula para acceder a los caminos. Él nunca supo la tregua que provocó un beso en la frente y el murmullo de un “te quiero”. Nunca dimensionó mi encuentro con todos los poemas, las fiestas de bienvenida a las canciones que murmuré bajito, atesorando la dicha de hallar nuevamente a las piedras que nadie mira.

Entonces se fue. Del manantial de dicha sólo quedó un leve hilo de comunicación donde recordaba frugalmente su sonrisa. Predominó el miedo de labrar palabras sin alas y poemas sin caminos ni flores. Me prometí a mí misma nunca jamás volver a prometerme nada, ni mirar atrás, ni añorar lo que se nos va de las manos mientras decidimos conceptualizar teológicamente qué cosas se le vuelven a uno el pan de cada día.

Sólo en el trance he entendido que no es posible decidir dejar de amar a voluntad; que esos lazos ignotos que te unen con las demás personas y con la vida se entretejen más allá de nuestras propias fuerzas; que no es posible ya guardar silencio ante lo que comunica cada latir acompasado de la vida. He aprendido a buscar canciones cuando el dolor o la desesperanza calan en mi piel, y de allá, de más arriba, alguien me hilvana la dulzura para hacer sonreír y seguir sonriendo. Tal vez nunca lleguemos a comprender el misterio de la ausencia-presencia de lo que amamos, ese sentimiento tan bivalente como inexplicable.

Es por eso que escribo. Porque me descubrí censurándome a mí misma para parecer ecuánime. Porque reprimí palabras que deseaban volar hacia el sur y cruzar fronteras. Porque este día deseé estar a su lado, auxiliándole en los detalles más tontos y triviales. Porque caminé todo el día con la esencia de su abrazo y murmuré: “en verdad, cuánto lo quiero”. Acaso transgreda en la completa ilegalidad con mis palabras, pero ¿cuál es la frontera de todas las cosas? Y además ¿qué es la realidad sino esta tentativa de sentido, mientras estamos transitando tormentas trans-oceánicas? Las palabras no son más que piedras para construir con ellas lo que sea. Son caminos y son aves.